A esta altura, que Maradona sea o no sea
Dios importa poco. Incluso si descubrimos que Villa Fiorito es un pesebre
contemporáneo, el gol a los ingleses un milagro comprobado hasta por el
Vaticano, y la televisión una montaña concurrida desde donde pronunciar
sermones, el dato a considerar es la salud mental de los creyentes. Ninguna
deidad en la historia (en ninguna religión) fue objeto de semejante presión.
Además de empujar la pelota con picardía magistral, su mano debe ser capaz de
castigar al presidente de la nación más poderosa del planeta, salvar a nuestra
selección del desastre, entrevistar ídolos súbitamente convertidos en
idólatras, y exhibir una capacidad de recuperación a prueba de balas que
confirme su promocionada inmortalidad.
La singular creencia que estamos fundando, no sólo demanda del
mandatario celestial control absoluto sobre las incertidumbres del más allá, lo
quiere comprometido en el día a día. Sin sonrojarnos, le pedimos intervención
en cuestiones mundanas, cambio chico que el ser humano apenas se anima a
reclamarle a divinidad alguna. Y ni siquiera entregamos ofrendas u ofrecemos
sacrificios a manera de compensación. Aquí es Dios quien debe entretenernos a
nosotros, no al revés. Las nuevas escrituras rebalsan de derechos adquiridos y
esquivan, a puros amagues y gambetas, cualquier obligación que intente
perturbar el cielo perfecto que estamos construyendo al final del arco iris;
ese lugar ideal donde no penetran los rayos del sentido común. Por el momento,
con encender el televisor basta. El polo norte de la locura. Quizás la metáfora
religiosa no alcance a definir el fenómeno en su justa dimensión, nos estamos
acercando peligrosamente a la magia. La manía de dejar el destino en manos de
otro es una vieja costumbre argentina. Pero esta vez logramos un grado de
refinamiento sorprendente. Una cosa es el fanatismo desbordado por el líder de
turno, y otra muy distinta el cariño entrañable hacia una figura popular
inmensa. Tarde o temprano, los políticos son incinerados, cual chivos, en
ceremonias expiatorias. El vicio es conocido: salvadores que se convierten en
traidores y van alimentando un ciclo histórico reciclado cada diez años. Ahora
bien, ¿cómo saldar cuentas con el amor de nuestra vida?, ¿cuál es la salida de
emergencia? Comparado con lo que estamos viviendo, la rueda circular mencionada
más arriba es un ejercicio saludable. Después de todo, cada tanto, tomamos la
posta y, aunque la volvemos a pasar con urgencia de hierro candente, nos queda
la ilusión remota de entrar en razones algún día, alguna vez. Hoy, si no
paramos la pelota a tiempo, la jugada puede conducirnos a las puertas del
hospicio, lugar en el que gran parte del mundo vería con buenos ojos que
pasemos una refrescante temporada. De todas las cegueras, las engendradas por
la pasión suelen contabilizarse entre las más violentas y desangeladas. ¿Hay
mayor pasión que la inspirada por Diego? Limitadas al fútbol, las hazañas del
Diez son un bálsamo reparador, alegrías que el pueblo atesora en la vitrina de
glorias merecidas. En su carácter de metáfora, la vida del jugador puede ser,
aún con idas y vueltas, un ejemplo a considerar que la sociedad ganó en buena
ley. ¿Por qué no aprender de él? Las olas que vamos barrenando, nada tienen que
ver con la fascinación legítima por un jugador de fútbol. Son trampas
seductoras que pueden arrastrar hacia aguas profundas, zonas alejadas de las
que ni el mejor nadador podría volver (y los argentinos no nos caracterizamos
por nuestro estado atlético). Si seguimos así, el 2017 será recordado como el
año en que perdimos de vista la costa, un naufragio dulzón que nos tomó por
sorpresa, al ritmo envejecido del cancionero agradable y pegadizo, por qué no
decirlo, de Rafaella Carrá.
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