lunes, 10 de julio de 2017

EL ENIGMATICO CUENTO DEDICADO A LOS TANQUES DE FERTILIZANTES NON FUTURE


Non future  (ficción)         



    La oscuridad ya cerró el día. El frío ahueca mi guarida. La tenue luz del velador alumbra apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el cielorraso se bosquejan sombras espectrales extraídas de las fogatas de la calle. Con mi ajada vestimenta me preparo para salir, reviso los cartuchos que tintinean cuando golpeo con la mano el bolsillo de la campera y miro de reojo sobre la cama la escopeta recortada y el cuchillo bayoneta de 45 cm. de hoja calada y brillante. Hay mar gruesa y el gélido viento del sur sopla con salada resaca y ráfagas intrigantes. Repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las planchas de metal que taponan las ventanas, las cuatro cerraduras de la puerta que protege mis escasas pertenencias: el colchón y las frazadas sobre la cama de cemento, dos mudas de ropa, una campera con los bolsillos rotos, el anafe a gas, una vieja radio grabador y una pintura de Nicasio Díaz Llanos que me regalaron antes de ir a Mar del Plata a la extinta Fiesta de los Pescadores. Mientras pienso en las seis cuadras que debo caminar por las calles hasta la parada del Badeno frente al viejo y destruido edificio de Subprefectura, reverencio estos parajes de silencio y a los esbozos detrás de los árboles que sostienen ramas negras, alerta a pesar de lo endeble que estoy. Mientras piso las crujientes hojas muertas me doy cuenta de que algo disímil acaece, un paréntesis. Este es el único modo que tengo de contar. Luego deciden si concierne o no, pero ese ya no es mi asunto. Cumplo lo suficiente con contar, con tratar de relatar con cierta displicencia.

  Qué ironía, los hechos nunca fueron como pensé. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho una idea clara de lo que deseaba. Entonces sucedió… ¿Saben qué ocurre cuando algo muta y uno apenas tenía una vaga noción de ese algo, apenas podía nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que me rodean? Piensen además, que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Saben qué pasa, entonces? Donde la memoria duele, no queda nada, eso ocurre, y de hecho eso fue lo que sucedió. Fuimos felices hasta hace un tiempo y no hubo razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que conocí y a lo que estaba tan habituado. Hay que aclarar, de todos modos, que nadie pidió las respectivas explicaciones. Sencillamente sucedió.
   Como hongos que brotan de la tierra fueron instalándose solapada y arteramente grandes tanques, primeros de un color ocre bastante oxidado que según las malas lenguas decían que lo compraron como chatarra en las bodegas Giol de Mendoza  y luego los pintaron de blanco. La gente confunde albura con pureza o inocencia. Las autoridades prometieron: son completamente inofensivos. Los empresarios: prometieron trabajo para la gente. Bien dice el refrán: cuando el diablo predica se acaba el mundo. Ellos llenaron sus bolsas. La gente salvo honrosas excepciones no se opuso. Orgullosos padres llevaban a sus hijos a observar esos reservorios como estandarte del florecimiento de la región.
    Primero las casas, luego los abandonados hoteles y por último los edificios, unos castillos majestuosos fueron demolidos por el “cautivador progreso” uno por uno. Un día desprometieron todo. Los tanques se incendiaron y una espesa nube de polvo tóxico fue cubriendo la ciudad, una nube que demoró varios meses en disiparse y que terminó por posarse como lluvia ácida sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas. Todo esto sucedió hace unos años y el polvo persiste, fétido al olfato, pastoso a la boca, un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La gente de la ciudad se acostumbra a los cambios, como suele suceder. Yo también lo hice: no soy un ser humano homérico para sublevarme. Al parecer nadie lo es en la ciudad.
    Desde mi casa, la única que esta habitada en esta zona aledaña al mar, puedo ver todas las calles, puedo ver la esquina donde antes había un café en que vendían exquisitos alfajores rellenos de dulce de leche. Mis labios olvidaron el nombre de la mujer que cité allí, y pidió un chocolate con churros y yo un té con limón porque tenía el estómago revuelto por la ansiedad de la espera y luego agregué un whisky para darme coraje.  Releo lo que he escrito y pido disculpas por no ser tan conciso como deseo. Las calles tienen ahora otros nombres, otros números que los políticos cambiaron periódicamente, y los nombres y números anteriores, los del tiempo que arribé, los he olvidado. En la cuadra donde estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas, donde un grupo de andrajosos vive aspirando bolsas con sustancias alucinadoras que los matan en poco tiempo. Me parece que son tres o cuatro familias, unas veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles viejos que recolectan por las calles. Les asombraría ver la cantidad de columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos de la región. Son resquebrajaduras negras sobre el cielo permanentemente gris. Ya no hay primavera y verano, sólo inviernos solitarios y duros. Estas hogueras son la única forma de alumbrar el paisaje negro, protegerse del frío y espantar las jaurías de perros cimarrones que asolan las calles durante la noche.
    A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza Rocha como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas, casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía del obispado y que ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio amedrentando a punta de pistola. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de panes de mijo calientes de color amarillo ocre, muy seco y mate cocido rancio. La comadrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas, que por exiguas cifras realizan todo tipo de prestaciones sexuales.
De los edificios que rodeaban la Plaza Rocha queda la Iglesia y un ala en ruinas de la Oficina de Correos, que por milagro aún funciona. La Iglesia permanece con los portones cerrados, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima reapertura del templo, un rumor que se ha gastado con los meses y se ha convertido nada más que en un suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los sacerdotes se han marchado y que el interior de la iglesia está sin imágenes y sin bancos, completamente vacía. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan como lombrices en las escalinatas, rodeando las desquiciadas supuestas estatuas de santos y santas cuyos nombres ya nadie recuerda.
    La Oficina de Correos, por su parte, es una de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al público, se forma una larga hilera de personas que averiguan por encomiendas de algún pariente en el extranjero. Su único empleado, un desapacible señor de unos ochenta años, con su escaso pelo peinado con brillantina, la bragueta desprendida, la remera sucia en el cuello y una campera negra, abre dicha ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra a las 3 de la tarde, de lunes a viernes, y los sábados el horario es de diez de la mañana hasta las dos de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente y todos oyen la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el extranjero. Si alguien asegura tener la certeza –un imposible, como se habrán dado cuenta- que la misma fue ya despachada desde su lugar de origen, y pregunta: ¿cuánta mierda tengo que escribir para que me lleguen los envíos? Gozando en el interior de su podrida cabeza, el funcionario con una falta total de tacto, mirándolos cínicamente, le entrega cuatro formularios cuadruplicados que deben llenar con tinta roja en forma manuscrita para reclamar el paquete presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente para cursar la solicitud de revisión de entregas.
    Luego del desayuno por el costado norte de la Plaza, cerca de donde estaba la estatua de El Paladín del Sur que desapareció en la época de las primeras demoliciones, me acuartelo en uno de los escaños que primero ocuparon los actores y mimos donde hacían funciones a la gorra, pero con el tiempo tuvieron que dejar pues aparecieron los gay agrediéndolos adueñándose del mismo para comprar sexo,. Ahora ya no hay homosexuales, lesbianas, ni actores, ni mimos en la ciudad. Casi todos ellos se marcharon o están muertos. Dicen –no lo sé con certeza pero intuyo cierto nivel de veracidad            en este rumor- que se ensañaron con ellos y fueron lanzados desde aviones al mar tras una prolongada tortura, vivos o muertos, atados sus pies y manos con alambres de púas y con la cabeza cubierta por una bolsa plástica. Tampoco hay viejos. Como se imaginarán, no pudieron sobrevivir a demasiada basura acumulada en la calle y la espesa nube de polvo que rodeo la ciudad. La humillación, la bronquitis, el asma, la dermatitis y todo tipo de enfermedades respiratorias propias de la polución los aniquiló, y durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era perturbador, pero nada pudo hacerse. También murieron los niños más pequeños y los médicos que se contagiaban por virus desconocidos o simplemente sucumbían al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo en posición fetal se puede parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero, y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los agnados se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias, pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los perros. Siendo el hedor absolutamente insoportable y el horror consiguiente. Se dice que finalmente cuervos con forma de figuras humanas revisaban los cadáveres prolijamente buscando elementos para mercar. Protegidos por dos o tres pañuelos tapando sus bocas, su nariz, tratando de atenuar ese olor putrefacto a tal punto que en ciertos casos los hacía lagrimear. Estos aprovechadores los trasladaban en galeras a terrenos agrícolas en los alrededores de la ciudad unos para ser sepultados en fosas comunes y otros para hacer una pira humana. La verdad es que a nadie le importó demasiado.
Permanezco toda la mañana sentado en un banco de la Plaza, en el imperio de mi mirada contempló a las palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas. Me conocen y es inútil tratar de pintar una imagen de mí que resultaría extraña: me voy a la Plaza por la mañana a ver a las palomas, aves horribles, morir de hambre. Las palomas de las que les hablo no son las mismas que recuerdan. Hace mucho tiempo que las sobrevivientes junto con los pájaros se fueron, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, las golondrinas no regresaron más. Pero las palomas, de eso quería hablar. Nuestras palomas son ahora del tamaño de un gallo y al menor descuido, con heridas filosas como tijeretazos te pueden vaciar las cuencas oculares y también parte de los intestinos. Casi no vuelan, pero sus locas carreras y cortos planeos las mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues los perros o los mendigos de la Iglesia se encargan de mantener su población controlada, si me entienden.
    En la tardecitas voy a caminar hacia el lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda de la banquina de pescadores para conseguir un poco de trigo, pan de maíz y verduras a precios obscenos. A nuestra tierra es muy difícil arrancarle frutos pues por la avaricia de algunos sufrió radicales cambios al borrarse el humus se volvió yerma. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio del ex Liceo Militar, convertido ahora en matadero para los perros cimarrones que vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos de cincuenta metros pues la pestilencia de la carne podrida que se apila en el anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una vaga sonrisa que la borró como si nada y me acompañó hasta el auditorio, donde hace unos meses se dictaban las clases de pedagogía, ahora hace las veces de oficina para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones de vigilancia reemplazantes de las fuerzas policiales bonaerenses que fueron pasando a disponibilidad a medida que creaban otras. Así aparecieron la policía Bonaerense 1, la Bonaerense 2 y la Súper Bonaerense 3 quienes en crueles pugnas intestinas se aniquilaron alternativamente. Estos vigilantes están armados de un palo que blanden en la mano hábil del tamaño de un bate de béisbol y que tiene dos grados de intensidad de funcionamiento: cuando aprietan el primer botón produce una inmovilidad total que dura veinte minutos y deja un rezagado dolor; el segundo la muerte súbita por paro cardíaco, quedando a criterio del guardián usarlo en la ocasión precisa. Andan en grupos de seis y su brutalidad es temida aún por la gente honesta de los que cada día somos menos. Escoltan para que no los boquilleén, a los carros tirados por veinte caballos con el trigo y maíz que se reparte en los diversos almacenes de la ciudad. Esos mismos grupos, vestidos de uniformes azul oscuro montados en veloces caballos pura sangre, son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída y con gemelos en los puños y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez de Evicciones y directivo de la represa de Yacireta, pero esto no es seguro pues toda la información que uno puede conseguir se basa en confidencias que lanzan al ruedo Baldo y sus esbirros. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me comprometo a matar al menos diez perros cimarrones esta noche para recibir mi paga diaria, lo importante es que dan un premio extra si le pegas entre ceja y ceja, no siempre se puede. Estos no han dejado vacas, cordero, ni ningún animal comestible, sólo los caballos que los guardias cuidan hasta con sus vida, el mío una tarde me descuide y tres ovejeros negros que estaban escondidos detrás de unos cardos lo atacaron, aunque los eliminé uno tras otro, ya lo habían desgarrado cruelmente en sus extremidades debí sacrificarlo para que no sufriera, aún extraño a Corino, así se llamaba. Los cimarrones son una especie de galgos flacos, de colores atigrados y hasta alguna aureola roja; tienen la velocidad de las liebres y la fuerza de los bulldogs, no cesan de aparecer en cuadrillas, acechando con ojos brillantes y un aspecto que sirve como emblema del hambre. Feroces te siguen con la vista y la lengua afuera. Los alimentos les escasean, las privaciones aumentan y con ellos el furor. Por las noches hordas de perros cimarrones ladran y aúllan al mismo tiempo que esnifando buscan saciar el apetito. No puedo contarles más. No hay más que contar. Apago la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá imperial de tres cuerpos, con un tapizado de pana que alcanzo a distinguir verde con una imagen dorada de un águila. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido metálico de las balas chocando en la faltriquera, el sonido sordo de las gomas de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera y contengo la respiración. Silencio. El oído abandona sus fueros. Los perros no vuelven a ladrar. Ningún gallo anuncia la medianoche. En el fondín del puerto, ni el bandoneón de Pichuco sigue sollozando las notas de un tango tristón…      
    Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar: ya es muy tarde. Todo se disgrega. Rezo un Padrenuestro…Camino la lengua del tiempo, y una boca de calle se traga el universo.


Carlos Bonserio

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