Non future (ficción)
La oscuridad
ya cerró el día. El frío ahueca mi guarida. La tenue luz del velador alumbra
apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el cielorraso se bosquejan
sombras espectrales extraídas de las fogatas de la calle. Con mi ajada
vestimenta me preparo para salir, reviso los cartuchos que tintinean cuando
golpeo con la mano el bolsillo de la campera y miro de reojo sobre la cama la
escopeta recortada y el cuchillo bayoneta de 45 cm. de hoja calada y brillante.
Hay mar gruesa y el gélido viento del sur sopla con salada resaca y ráfagas
intrigantes. Repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las planchas de
metal que taponan las ventanas, las cuatro cerraduras de la puerta que protege
mis escasas pertenencias: el colchón y las frazadas sobre la cama de cemento,
dos mudas de ropa, una campera con los bolsillos rotos, el anafe a gas, una
vieja radio grabador y una pintura de Nicasio Díaz Llanos que me regalaron
antes de ir a Mar del Plata a la extinta Fiesta de los Pescadores. Mientras
pienso en las seis cuadras que debo caminar por las calles hasta la parada del
Badeno frente al viejo y destruido edificio de Subprefectura, reverencio estos
parajes de silencio y a los esbozos detrás de los árboles que sostienen ramas
negras, alerta a pesar de lo endeble que estoy. Mientras piso las crujientes
hojas muertas me doy cuenta de que algo disímil acaece, un paréntesis. Este es
el único modo que tengo de contar. Luego deciden si concierne o no, pero ese ya
no es mi asunto. Cumplo lo suficiente con contar, con tratar de relatar con
cierta displicencia.
Qué ironía, los hechos nunca fueron como
pensé. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho
una idea clara de lo que deseaba. Entonces sucedió… ¿Saben qué ocurre cuando
algo muta y uno apenas tenía una vaga noción de ese algo, apenas podía
nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que me rodean? Piensen
además, que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Saben
qué pasa, entonces? Donde la memoria duele, no queda nada, eso ocurre, y de
hecho eso fue lo que sucedió. Fuimos felices hasta hace un tiempo y no hubo
razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que
conocí y a lo que estaba tan habituado. Hay que aclarar, de todos modos, que
nadie pidió las respectivas explicaciones. Sencillamente sucedió.
Como hongos que brotan de la tierra fueron
instalándose solapada y arteramente grandes tanques, primeros de un color ocre
bastante oxidado que según las malas lenguas decían que lo compraron como
chatarra en las bodegas Giol de Mendoza
y luego los pintaron de blanco. La gente confunde albura con pureza o
inocencia. Las autoridades prometieron: son completamente inofensivos. Los
empresarios: prometieron trabajo para la gente. Bien dice el refrán: cuando el
diablo predica se acaba el mundo. Ellos llenaron sus bolsas. La gente salvo
honrosas excepciones no se opuso. Orgullosos padres llevaban a sus hijos a
observar esos reservorios como estandarte del florecimiento de la región.
Primero las casas, luego los abandonados
hoteles y por último los edificios, unos castillos majestuosos fueron demolidos
por el “cautivador progreso” uno por uno. Un día desprometieron todo. Los
tanques se incendiaron y una espesa nube de polvo tóxico fue cubriendo la
ciudad, una nube que demoró varios meses en disiparse y que terminó por posarse
como lluvia ácida sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas.
Todo esto sucedió hace unos años y el polvo persiste, fétido al olfato, pastoso
a la boca, un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La
gente de la ciudad se acostumbra a los cambios, como suele suceder. Yo también
lo hice: no soy un ser humano homérico para sublevarme. Al parecer nadie lo es
en la ciudad.
Desde mi casa, la única que esta habitada
en esta zona aledaña al mar, puedo ver todas las calles, puedo ver la esquina
donde antes había un café en que vendían exquisitos alfajores rellenos de dulce
de leche. Mis labios olvidaron el nombre de la mujer que cité allí, y pidió un
chocolate con churros y yo un té con limón porque tenía el estómago revuelto
por la ansiedad de la espera y luego agregué un whisky para darme coraje. Releo lo que he escrito y pido disculpas por
no ser tan conciso como deseo. Las calles tienen ahora otros nombres, otros
números que los políticos cambiaron periódicamente, y los nombres y números
anteriores, los del tiempo que arribé, los he olvidado. En la cuadra donde
estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas,
donde un grupo de andrajosos vive aspirando bolsas con sustancias alucinadoras
que los matan en poco tiempo. Me parece que son tres o cuatro familias, unas
veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles
viejos que recolectan por las calles. Les asombraría ver la cantidad de
columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos
de la región. Son resquebrajaduras negras sobre el cielo permanentemente gris.
Ya no hay primavera y verano, sólo inviernos solitarios y duros. Estas hogueras
son la única forma de alumbrar el paisaje negro, protegerse del frío y espantar
las jaurías de perros cimarrones que asolan las calles durante la noche.
A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza
Rocha como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas,
casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo
anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía del obispado y que
ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio amedrentando a
punta de pistola. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de panes
de mijo calientes de color amarillo ocre, muy seco y mate cocido rancio. La
comadrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas,
que por exiguas cifras realizan todo tipo de prestaciones sexuales.
De los edificios que
rodeaban la Plaza Rocha queda la Iglesia y un ala en ruinas de la Oficina de
Correos, que por milagro aún funciona. La Iglesia permanece con los portones
cerrados, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran
hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la
ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima reapertura del templo, un
rumor que se ha gastado con los meses y se ha convertido nada más que en un
suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los sacerdotes se han
marchado y que el interior de la iglesia está sin imágenes y sin bancos,
completamente vacía. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan
como lombrices en las escalinatas, rodeando las desquiciadas supuestas estatuas
de santos y santas cuyos nombres ya nadie recuerda.
La Oficina de Correos, por su parte, es una
de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en
apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al
público, se forma una larga hilera de personas que averiguan por encomiendas de
algún pariente en el extranjero. Su único empleado, un desapacible señor de
unos ochenta años, con su escaso pelo peinado con brillantina, la bragueta
desprendida, la remera sucia en el cuello y una campera negra, abre dicha
ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra a las 3 de la tarde, de
lunes a viernes, y los sábados el horario es de diez de la mañana hasta las dos
de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente
y todos oyen la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el
extranjero. Si alguien asegura tener la certeza –un imposible, como se habrán
dado cuenta- que la misma fue ya despachada desde su lugar de origen, y
pregunta: ¿cuánta mierda tengo que escribir para que me lleguen los envíos?
Gozando en el interior de su podrida cabeza, el funcionario con una falta total
de tacto, mirándolos cínicamente, le entrega cuatro formularios cuadruplicados
que deben llenar con tinta roja en forma manuscrita para reclamar el paquete
presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente
para cursar la solicitud de revisión de entregas.
Luego del desayuno por el costado norte de
la Plaza, cerca de donde estaba la estatua de El Paladín del Sur que
desapareció en la época de las primeras demoliciones, me acuartelo en uno de
los escaños que primero ocuparon los actores y mimos donde hacían funciones a
la gorra, pero con el tiempo tuvieron que dejar pues aparecieron los gay
agrediéndolos adueñándose del mismo para comprar sexo,. Ahora ya no hay
homosexuales, lesbianas, ni actores, ni mimos en la ciudad. Casi todos ellos se
marcharon o están muertos. Dicen –no lo sé con certeza pero intuyo cierto nivel
de veracidad en este rumor- que se ensañaron con ellos y
fueron lanzados desde aviones al mar tras una prolongada tortura, vivos o
muertos, atados sus pies y manos con alambres de púas y con la cabeza cubierta
por una bolsa plástica. Tampoco hay viejos. Como se imaginarán, no pudieron
sobrevivir a demasiada basura acumulada en la calle y la espesa nube de polvo
que rodeo la ciudad. La humillación, la bronquitis, el asma, la dermatitis y
todo tipo de enfermedades respiratorias propias de la polución los aniquiló, y
durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era
perturbador, pero nada pudo hacerse. También murieron los niños más pequeños y
los médicos que se contagiaban por virus desconocidos o simplemente sucumbían
al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo en posición fetal se puede
parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero,
y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los
agnados se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias,
pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a
descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los
perros. Siendo el hedor absolutamente insoportable y el horror consiguiente. Se
dice que finalmente cuervos con forma de figuras humanas revisaban los
cadáveres prolijamente buscando elementos para mercar. Protegidos por dos o
tres pañuelos tapando sus bocas, su nariz, tratando de atenuar ese olor
putrefacto a tal punto que en ciertos casos los hacía lagrimear. Estos
aprovechadores los trasladaban en galeras a terrenos agrícolas en los alrededores
de la ciudad unos para ser sepultados en fosas comunes y otros para hacer una
pira humana. La verdad es que a nadie le importó demasiado.
Permanezco toda la mañana
sentado en un banco de la Plaza, en el imperio de mi mirada contempló a las
palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas.
Me conocen y es inútil tratar de pintar una imagen de mí que resultaría
extraña: me voy a la Plaza por la mañana a ver a las palomas, aves horribles,
morir de hambre. Las palomas de las que les hablo no son las mismas que
recuerdan. Hace mucho tiempo que las sobrevivientes junto con los pájaros se
fueron, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, las golondrinas
no regresaron más. Pero las palomas, de eso quería hablar. Nuestras palomas son
ahora del tamaño de un gallo y al menor descuido, con heridas filosas como
tijeretazos te pueden vaciar las cuencas oculares y también parte de los
intestinos. Casi no vuelan, pero sus locas carreras y cortos planeos las
mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues
los perros o los mendigos de la Iglesia se encargan de mantener su población
controlada, si me entienden.
En la tardecitas voy a caminar hacia el
lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda de la banquina de
pescadores para conseguir un poco de trigo, pan de maíz y verduras a precios
obscenos. A nuestra tierra es muy difícil arrancarle frutos pues por la
avaricia de algunos sufrió radicales cambios al borrarse el humus se volvió
yerma. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio del ex
Liceo Militar, convertido ahora en matadero para los perros cimarrones que
vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio
se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos
de cincuenta metros pues la pestilencia de la carne podrida que se apila en el
anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un
tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una vaga
sonrisa que la borró como si nada y me acompañó hasta el auditorio, donde hace
unos meses se dictaban las clases de pedagogía, ahora hace las veces de oficina
para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse
de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones
de vigilancia reemplazantes de las fuerzas policiales bonaerenses que fueron
pasando a disponibilidad a medida que creaban otras. Así aparecieron la policía
Bonaerense 1, la Bonaerense 2 y la Súper Bonaerense 3 quienes en crueles pugnas
intestinas se aniquilaron alternativamente. Estos vigilantes están armados de
un palo que blanden en la mano hábil del tamaño de un bate de béisbol y que
tiene dos grados de intensidad de funcionamiento: cuando aprietan el primer
botón produce una inmovilidad total que dura veinte minutos y deja un rezagado
dolor; el segundo la muerte súbita por paro cardíaco, quedando a criterio del
guardián usarlo en la ocasión precisa. Andan en grupos de seis y su brutalidad
es temida aún por la gente honesta de los que cada día somos menos. Escoltan
para que no los boquilleén, a los carros tirados por veinte caballos con el
trigo y maíz que se reparte en los diversos almacenes de la ciudad. Esos mismos
grupos, vestidos de uniformes azul oscuro montados en veloces caballos pura
sangre, son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los
cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún
asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y
pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída y con gemelos en los puños
y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se
llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez de Evicciones y
directivo de la represa de Yacireta, pero esto no es seguro pues toda la
información que uno puede conseguir se basa en confidencias que lanzan al ruedo
Baldo y sus esbirros. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas
y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y
un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me
comprometo a matar al menos diez perros cimarrones esta noche para recibir mi
paga diaria, lo importante es que dan un premio extra si le pegas entre ceja y
ceja, no siempre se puede. Estos no han dejado vacas, cordero, ni ningún animal
comestible, sólo los caballos que los guardias cuidan hasta con sus vida, el
mío una tarde me descuide y tres ovejeros negros que estaban escondidos detrás
de unos cardos lo atacaron, aunque los eliminé uno tras otro, ya lo habían
desgarrado cruelmente en sus extremidades debí sacrificarlo para que no
sufriera, aún extraño a Corino, así se llamaba. Los cimarrones son una especie
de galgos flacos, de colores atigrados y hasta alguna aureola roja; tienen la
velocidad de las liebres y la fuerza de los bulldogs, no cesan de aparecer en
cuadrillas, acechando con ojos brillantes y un aspecto que sirve como emblema
del hambre. Feroces te siguen con la vista y la lengua afuera. Los alimentos
les escasean, las privaciones aumentan y con ellos el furor. Por las noches
hordas de perros cimarrones ladran y aúllan al mismo tiempo que esnifando
buscan saciar el apetito. No puedo contarles más. No hay más que contar. Apago
la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido
enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá imperial de tres cuerpos, con un
tapizado de pana que alcanzo a distinguir verde con una imagen dorada de un
águila. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido
metálico de las balas chocando en la faltriquera, el sonido sordo de las gomas
de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera
y contengo la respiración. Silencio. El oído abandona sus fueros. Los perros no vuelven a
ladrar. Ningún gallo anuncia la medianoche. En el fondín del puerto, ni el
bandoneón de Pichuco sigue sollozando las notas de un tango tristón…
Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar:
ya es muy tarde. Todo se disgrega. Rezo un Padrenuestro…Camino la lengua del
tiempo, y una boca de calle se traga el universo.
Carlos Bonserio
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